No quiero ríos de pasividad
ni ráfagas de miedo
no quiero un rayo de sol
que cubra todo el cielo
si es de un astro fugaz
inseguro y pasajero.
Prefiero la complicidad
del callado silencio
a palabras vacías
que resuenan a hueco,
prefiero la transparente voz
del de los brazos abiertos.
No quiero valles de felicidad
si por caminar de ella me alejo,
ni la alegría voraz
que despierta el ego
si no es compartida
con cuidadoso esmero.
Prefiero la espontaneidad
del susurro del viento
cuando canta de amor
y te renueva por dentro,
dejarme llevar
aún sin conocer el sendero.
No quiero olvidar
cada uno de los deseos
que se quieren quedar
entre los pensamientos,
que remueven el alma
y dan sed a los viajeros.
Prefiero la suavidad
del mar, siempre inmenso,
que acaricia la arena
en todo momento
y da forma a la roca
en la constancia del tiempo.
No quiero abandonar
las luchas y los miedos
que en cada uno están
esperando luz y consuelo,
cuando pronuncies mi nombre
en medio del desierto.
El amor juega a esconderse
como un niño entusiasmado
que no desea otra cosa
que al final ser encontrado.
Es el amor tan inocente
que espera, apasionado,
que cada una de las personas
se arrope en su regazo.
Se mezcla entre la gente,
ese amor desinteresado,
en las acciones que ahora
se posan en tus manos.
Es suave como la nieve,
pero ardiente y colorado,
precioso como las rosas
que florecen con cuidado.
Búscalo, no desesperes,
en las pericias del trabajo,
en la mirada que perdona,
y entre las calles de tu barrio.
Cuando consiga sorprenderte
y te abrace aliviado
no tengas miedo de su historia,
no lo apartes de tu lado.