Solo lo pudo ver cuando se atrevió a
aceptarse. A acoger todos sus silencios, y los de todas las preguntas sin
responder que a veces brotaban de repente. Asumió también todos sus ruidos, y
dejó que salieran volando por esa ventana que hacía tiempo que no podía abrir.
Se vació, y al vaciarse se encontró con todo
aquello que llenaba sus ojos. Vio los brochazos azules de todos los mares que
la habían bañado. Reconoció el intenso verde, el que crecía en sus pupilas, con
el que la esperanza se los pintaba. Y el profundo tono de su propio ser.
Escuchó la música que sonaba en ese momento:
una niña tocaba con caricias la mano derecha de su abuela, melodía capaz de
llenar de paz a todo aquel que la sintiera. Y recordó que lo grande no hay que
buscarlo en cosas grandes, sino que lo grande late en el corazón de las cosas
más pequeñas.
Así que, con alguna certeza y un abanico de
colores por descubrir –en ella misma y en los demás- decidió espontáneamente
pintar su mundo, el pedacito de universo que se confiaba en sus manos.
Cuando salió por primera vez a retomar ese
trabajo que inconscientemente había empezado de pequeña, con un par de botes de
alegría, escucha, generosidad… y los pinceles de la ternura y la paciencia, se
sorprendió al contemplar en el espejo la sonrisa más sincera que jamás había
visto, aquella que no dibujaban sus labios.