sábado, 11 de abril de 2015

El lugar del viajero

Cuando el sol empezaba a caer, se tumbó bajo el gran árbol de la plaza. Allí, en la sombra del árbol de la paciencia -porque así es como había conseguido ser tan frondoso, con mucha paciencia- dejó de reprimir su frustración.

Siempre había admirado a todos los habitantes del pueblo porque cada uno destacaba por un don especial. Él lo había intentado todo, pero no cantaba, ni cocinaba, ni contaba historias, ni dibujaba, ni estudiaba, ni arreglaba cosas, ni... ni hacía nada que se propusiera tan bien como sus vecinos.
Todos estaban tan ensimismados con sus capacidades que no hacían otra cosa que intentar mejorarlas cada día más; y él, que no había encontrado su sitio, se dedicaba a contarle su gran preocupación  a las flores, incluso las regaba con sus lágrimas cuando no soportaba tanto dolor.

Un día, decidió emprender un gran viaje para buscar su don, aquello que se dedicaría a cultivar durante toda su vida. Por eso, con una mochila a la espalda, sin saber si alguna vez volvería a ver aquel lugar, se despidió de todos los habitantes y cruzó la plaza. Sobre sus hombros llevaba todo lo necesario para comenzar aquella nueva etapa de su vida, incluso contaba con algunos regalos con la hoja con la que el gran árbol de la paciencia había querido obsequiarlo o la pluma del ruiseñor que le acompañaba con su canto. Así que con miedo (no tenía ni idea con qué se iba a encontrar), y con mucha decisión caminó y caminó hasta cruzar el horizonte.

Pasaron los días, las semanas y los meses sin tener ninguna novedad de él y la partida de aquel hombre llegó a ser olvidada. Todos los habitantes seguían ensimismados en sacar adelante aquel lugar poniendo al servicio y desarrollando todas sus habilidades. 
De hecho, llegó una gran sequía que hizo que los agricultores inventaran nuevas técnicas de regadío, cambiando también sus cultivos; los constructores buscaron nuevos pozos y levantaron un pequeño embalse; los músicos compusieron cantos a la lluvia y sus melodías adquirieron unos suaves matices que hicieron que sus técnicas mejoraran; los cocineros tuvieron que cambiar los hábitos gastronómicos del pueblo -sin que ello afectara al buen sabor de sus platos-; los tres maestros enseñaron a los niños a aprovechar bien cada gota de agua; todos supieron adaptarse para que la escasez de lluvia no resultara un gran impedimento para sus vidas. 

Una buena mañana, después de mucho tiempo, llegó el viajero olvidado. Se había equivocado en un cruce de caminos y por error ahora volvía a su hogar. Los niños que jugaban en el patio de la escuela fueron los primeros en reconocerle. Todos los habitantes se alegraron mucho del reencuentro. Y llenos de curiosidad le preguntaron cuál era su don especial:
-He estado con muchas personas pero ninguna me ha podido ayudar a descubrirlo. Me han enseñado a hacer todo tipo de actividades pero cada vez que probaba a hacer una era más torpe que en la anterior. He llegado hasta pueblos muy lejanos y exóticos pero de nada me ha servido, no he podido cumplir el objetivo del viaje.
-Vas a seguir buscándolo en el pueblo mientras vuelves a cuidar de las flores, ¿verdad?- preguntó una de las niñas que había corrido a abrazarlo.
Entonces miró alrededor y todos cayeron en la cuenta de que casi toda la flora había muerto, todos habían estado tan ocupados que ni siquiera se habían acordado de ellas. El pueblo se había vuelto triste, y hasta ese momento nadie había hallado el motivo.
-Siempre has manifestado tu don solo que parece tan pequeño, tan normal, que ha pasado desapercibido a los ojos de todos- dijo el sabio del pueblo.-Gracias a él puedes darnos alegría, color, esperanza, llenar de aromas nuestros caminos, belleza... Quizás no lo hayamos sabido apreciar pero ahora sabemos lo importante y lo especial que es. 
Y era cierto, solo el don que él tenía para las plantas haría que el gran árbol de la plaza -que había perdido la paciencia porque no quedaba ni un resquicio de verde entre sus ramas- volviera a cobijar a todos y a ser más espléndido aún que en sus mejores tiempos. Gracias a sus cuidados las flores -que no querían vivir en un lugar en el que se olvidaran de ellas- volvieron a llenarlo todo con su fragancia. Surgieron nuevas plantas medicinales, pero la mayor medicina fue el optimismo y la felicidad que empezaron a brotar dentro de cada uno de los habitantes del pueblo; fruto de vivir rodeados tantos tonos verdosos y de flores tan cuidadas, pero que además aumentaba a medida que fueron dando valor a los gestos más sencillos, pequeños y corrientes.