Una rosa sobre la mesa. Cerca de ella hay un
calendario desesperado por pasar página. Un misterio en Italia, la vida de un
niño en Barcelona, el retrato de la
ternura, los bolsillos de un abrigo que transportan la esperanza, el puzle de
la historia de aquella familia, travesías a bordo de un velero y muchas
historias más laten tranquilas, reposando sobre la estantería a la espera de que
de sus personajes puedan volver a tener vida. Por todas partes flotan
recuerdos: algunos atrapados o encarnados en diferentes objetos, otros
capturados en un par de fotografías; aunque la mayoría aún permanecen
suspendidos en el aire. Hay música -¿por qué no?-, eterna compañera. Con un
poco de imaginación a lo mejor aciertas lo que está sonando en este momento. A
su ritmo navega el guardián de los sueños, puede que no sepa el rumbo y
simplemente se fíe del capitán (o capitana); también puede que se dirija a
donde yo, o mi subconsciente, le diga. Aunque ahora que lo vuelvo a mirar
parece que va hacia el sol, dejando atrás la segura orilla y meciéndose hacia
el horizonte. Un poco más lejos, se esparce el conocimiento aferrado a la azul
caligrafía de estudiante. Indudable prueba de que el saber sí ocupa lugar. Unas
gotas de lluvia golpean ligeramente el cristal, como queriendo llamar la
atención. Fuera, un reciente “TE QUIERO” blanco tatuado sobre el asfalto que
podría ser el pistoletazo de salida de una historia distinta a esta. Y, sin
embargo, lo único que ilumina la habitación es el aliento de esa rosa roja en
su lucha por abrir los pétalos, a pesar de que el tiempo le diga que ya es hora
de empezar a marchitar.