Es el baño del verano. El más esperado
durante todo el año. De hecho, con él muchos inauguran sus vacaciones. Otros no
las consideran completas hasta que lo disfrutan. Es el chapuzón en el muelle.
Un salto al vacío que culmina en lo alto de
la ola. Hace calor y la fresca temperatura del mar se agradece. Miro al cielo.
Un avión parece dirigirse a la luna creciente. Delante están fondeados todo
tipo de coloridos botes pesqueros. Cada uno con diferentes hazañas marineras
sobre sus maderas, que seguro que sus propietarios habrán exhibido en algún
momento. Sobre los barquitos vuelan gaviotas (o pardelas), maestras del planeo
sobre el aire. A lo lejos, la playa. Detrás, el muelle. Mayores y niños
contemplan la escena, mayores y niños se tiran al mar desde donde se encontraba
una antigua grúa azul hasta hace un par de años. El cielo celebra el final del
día: a la izquierda, un degradado que abarca desde el azul hasta el naranja
(pasando por varios tonos verdes y amarillos); a la derecha, en un fondo
amarillo que resalta el oscuro color de los volcanes un inmenso sol se funde
con el horizonte, coronando las casas blancas que forman parte del paseo
costero del pueblo.
Es un paisaje digno de cuadro. Pero es algo
mucho mejor que un lienzo o una fotografía: ahora forma parte de mi verano, de
mi memoria, de mi vida. Ahora forma parte de mí.