Me
temblaban las manos
como el
vaivén de la madera.
Estaba
yo, sola,
y de
repente estaba llena,
rodeada,
desde abajo
por
nuevas voces
que
rompían mi crepitoso silencio.
Subí la
escalera y pisé sus huellas,
me
aferré a la barandilla
por la
que pasaron ellos.
Escuché
de nuevo,
ahora
eran viejos.
Demasiadas
arrugas
juntas en un cuerpo
subí,
bajé, les vi sentados
como atendiendo
intentando
aprender
a los
niños, a los viejos.
Y ahora
yo, sola,
ocupando
mi tiempo en su espacio
mi
espacio fuera de su tiempo.
Su
presencia es recuerdo,
vagos
fantasmas,
risas
sin ecos.
Dejé de
ser una extraña
bienvenida
pero extraña,
para
ser la de siempre,
la que
quizás un día
sea
otro fantasma del tiempo.
Espero
que por lo menos
entonces
resuene mi eco
no
tanto de mi risa
sino de
lo que late en mi cuerpo.